Escribir desde el silencio: cómo transformar lo que callamos en literatura
En México solemos decir que el silencio también habla. Y es cierto: a veces dice más que un grito. El silencio se queda, se instala en los huesos, se vuelve compañía. No siempre es ausencia; muchas veces es un refugio, un escondite, un hueco donde guardamos lo que no supimos, no quisimos o no pudimos decir. Y ese silencio, que algunos llaman vacío, para mí es territorio fértil. Un campo donde la memoria entierra sus semillas, esperando el momento exacto para brotar convertida en palabra.
Yo crecí con la certeza de que las palabras podían salvarme. No siempre me atreví a decirlas en voz alta, pero estaban ahí, golpeando por dentro, como pájaros queriendo salir de la jaula. El silencio, aunque parecía quietud, era movimiento subterráneo. Y descubrí que escribir no era llenar un papel con letras, sino abrir una compuerta para que ese caudal invisible encontrara forma.
Cuando hablo de escribir desde el silencio, no me refiero a convertir la vida en confesión ni a exponer cada herida como un trofeo. Hablo de escuchar lo que ha estado esperando en las sombras. Hablo de darle un cuerpo narrativo a lo indecible, de transformar lo callado en símbolos, en metáforas, en personajes que lleven en su piel la emoción que no supimos nombrar. Porque la literatura no exige desnudez, exige verdad. Y la verdad no siempre se dice de frente; a veces se revela en la sutileza de una imagen, en el ritmo de una frase, en el temblor de un personaje que se parece demasiado a nosotros.
El silencio, en ese sentido, es maestro. Nos obliga a mirar hacia adentro, a detenernos en lo que incomoda. Escribir desde ahí es un descenso. No es fácil. Se siente como bajar a un cuarto oscuro donde el aire pesa. Hay que quedarse quieto, resistir la tentación de encender la luz de inmediato, permitir que la vista se acostumbre. Y entonces, poco a poco, empezamos a distinguir figuras, memorias, escenas que creíamos perdidas. El silencio no estaba vacío: estaba lleno de historias.
En mi propia experiencia como escritora, he comprobado que esas historias nacidas del silencio son las que más resuenan en otros. Porque todos cargamos con lo callado. Todos hemos sentido la presión de una palabra que se queda en la garganta, el peso de un recuerdo que preferimos guardar. Al escribirlo, al transformarlo en relato, no solo nos liberamos nosotros: también le abrimos al lector una puerta para reconocer sus propios silencios. Ese es el verdadero milagro de la literatura: que lo íntimo se vuelva compartido, que lo que parecía sólo nuestro encuentre eco en otro corazón.
Cuando acompaño a alguien en su proceso creativo, suelo insistir en que no se trata de buscar la perfección inmediata, sino de atreverse a escuchar lo que pide ser contado. El silencio no se fuerza; se atiende. Y cuando lo atendemos, se convierte en voz. A veces llega como una frase suelta, otras como una imagen que se repite en la mente, otras como un recuerdo que no nos suelta. Lo importante es no huir. Sentarse frente a la página en blanco y dejar que el silencio hable.
Transformar lo callado en literatura es también un acto de valentía. Implica aceptar que lo que llevamos dentro tiene derecho a existir fuera de nosotros. Que nuestras heridas, nuestras memorias, nuestras dudas y hasta nuestras ternuras pueden convertirse en palabras capaces de tocar a alguien más. Y ahí está la recompensa: descubrir que lo que guardábamos en silencio no nos pertenecía del todo, que en realidad estaba esperando a ser compartido.
Por eso sigo creyendo que la escritura no es sólo un oficio: es un camino hacia la verdad, esa verdad íntima que cada quien guarda en silencio y que, al ser narrada, se transforma en arte. Escribir desde el silencio es aceptar que incluso lo que callamos merece una voz. Y en esa voz, el lector encuentra la suya.