La ética de acompañar la escritura: lecciones desde la docencia y la narrativa
Acompañar la escritura de otra persona es un acto profundamente ético. No basta con corregir un párrafo o señalar un error: se trata de entrar, con respeto, en el territorio íntimo de alguien que se atreve a poner en palabras su mundo interior. Como escritora y docente, he comprendido que cada texto que me confían no es solo un ejercicio narrativo, sino un fragmento de vida, una ventana abierta hacia la memoria, las preguntas y las búsquedas de quien lo escribe.
En la docencia descubrí que enseñar literatura no significa imponer verdades ni repetir estructuras, sino más bien ofrecer caminos. Cada estudiante llega con un equipaje distinto: algunos traen la urgencia de contar algo que les quema por dentro, otros llegan con la timidez de quien no está seguro de merecer la palabra. Mi labor no es juzgar, sino sostener. Y sostener implica escuchar, reconocer la voz del otro y ayudarle a descubrir cómo esa voz puede encontrar su forma, sin moldearla a mi imagen, sino respetando su esencia.
La narrativa me enseñó que la escritura no es un proceso neutral. Todo lo que se escribe lleva la huella de la experiencia, de la historia personal y de las heridas que cada quien carga. Por eso, acompañar la escritura exige cuidado: hay que saber leer entre líneas, intuir lo que no se dice, y al mismo tiempo no invadir. Es un delicado equilibrio entre guiar y permitir, entre sugerir y dejar que el escritor o la escritora avance a su propio ritmo. La ética está en no arrebatarle la voz al otro, sino en ayudarle a que la escuche más claramente.
He visto cómo un comentario mal hecho puede apagar la confianza de quien apenas se atreve a escribir, y cómo una observación empática y precisa puede encender en alguien la certeza de que lo suyo vale la pena. La escritura necesita crítica, sí, pero sobre todo necesita cuidado. No hay que olvidar que detrás de cada texto hay una persona que se expone, que se arriesga, que ofrece algo de sí. Mi papel no es dictar sentencias, sino abrir posibilidades.
En este sentido, la docencia y la narrativa se cruzan: ambas me han mostrado que la escritura florece cuando se le da un espacio seguro. Acompañar es también renunciar al ego. No busco que mis estudiantes escriban como yo, ni que mis colegas imiten mis estructuras. Busco que encuentren su propia música, que se sorprendan al descubrir que dentro de ellos había más de lo que imaginaban.
La ética del acompañamiento está, entonces, en la humildad y en la paciencia. En aceptar que cada proceso tiene su propio tiempo, que cada silencio merece respeto y que cada palabra, por mínima que parezca, puede ser el inicio de una transformación. Porque al final, acompañar la escritura es acompañar a la persona que escribe. Y en ese gesto se encuentra, quizá, la mayor lección que me han dejado la docencia y la narrativa: la palabra no solo se escribe, también se cuida.